Erase una vez un sueño bajito, patizambo, más ovalado que redondo, todo Ubú. Sus ojos eran amorfos, con el derecho miraba contra el gobierno, con el izquierdo contra la oposición. Cuando se dirigía hacia ti no sabías si miraba de frente o de espaldas. Viajaba en el tren de la mediocridad rumbo a ciudad Feliz, próxima a la saturada ciudad Desilusión.
El mercancías estaba repleto de pelotazos, erotitonos y aspirantes a electricistas, cuando se detuvo porque el puente Esperanza había sido destrozado por el huracán Crisistísica.
Los viajeros descendieron y deliberaron cuál sería la solución para llegar a su destino. El maquinista aconsejaba esperar que llegase la brigada reparadora, no tardaría mucho y saldrían de allí como si no hubiese sucedido nada. Nuestro amigo, desconociendo el motivo que le empujaba hacerlo, marchó con los que preferían cruzar el precipicio continuando a píe el trayecto.
Cuentan las Crónicas que los huesos de los que permanecieron fueron devorados por lobos y buitres.
Redondito siguió a los que aparentaban ser más avispados que optaron por atajar a través de una senda que descendía hacia las profundidades rocosas. Tan mala fortuna tuvo que su peculiaridad física le hizo tropezar rodando hasta quedar colgado boca abajo en un matorral del acantilado. Desde allí contempló cómo se despeñaron los que quisieron avanzar por atajos intransitables. Nadie acudió en su rescate por lo que al cabo de unas horas, muchos esfuerzos y magulladuras, consiguió salir reptando. Sus piernas, que antes parecían hermosas, se habían deformado por el trauma.
Desconcertado, cegado por el sol, medio cojo, buscó en su interior algún manual de supervivencia. Al no encontrarlo rastreó los pasos de quienes le precedieron. No quedaba mucho de ellos, pues el tiempo, el olvido y las alimañas se encargaron de borrar cualquier camino que le permitiese traspasar el abismo.
Armado de paciencia y contemplando a unos pocos que transitaban por un camino, también pedregoso, pero al menos amplio para todos, siguió para seguirlo hasta llegar al cruce del río. Allí, unos recortadores de maderas, flores y cuanto guiase a la salida, intentaron impedirles el paso. Exigían cuotas duras a quienes intentaban salir del atolladero, pedían lo que llevaban encima y no satisfechos quisieron exigir más. Hay quienes optaron por pagar el peaje pero jamás lograron subir pues tanto habían cedido que les fallaron las fuerzas, la dignidad y la resolución. Se dice que regresaron para convertirse en los siervos del peaje.
Como nuestro pequeño sueño había perdido en su caída cuanto llevaba encima, eligió irse con otro grupo que afirmaba ser posible salir de allí por la vereda de las Recuperaciones. Era difícil pues los Recortadores habían intentado borrarla del mapa, pero algunos recordaron lo que una vez fue un camino ahora abandonado y mustio.
El terreno era escabroso y en su ascensión muchos cantos de sirenas les atraían de nuevo al precipicio. Sus hermosos sones hablaban de lo bueno que había sido todo, de que las cosas seguían igual, que en la cumbre debían esperar que se reparara la única vía posible. Poco a poco fueron quedando menos e incluso una mala hierba atrapó los pies de Redondito que cayó de bruces dándose un sonoro golpe en la frente. Las malas hierbas siempre evitan que avances.
En la cumbre surgió de nuevo la discusión: esperar a los reparadores o continuar caminando por otra vía. El grupo se dividió, unos permanecieron en el lugar del corte, otros siguieron por el trazado alternativo. Fue larga la caminata, muchos días transcurrieron bajo el sol y Redondito sudó la gota gorda, tanto que había quedado casi en los huesos. Hay quienes no pudieron continuar pero nuestro amigo estaba hasta las narices de aquel calor agobiante, de tantos cambios sin solución, y recordó que alguna vez fue feliz por lo que siguió a los que iban delante de él.
No recuerda con exactitud cuántos días tardaron en llegar, pero un amanecer, con el sol de cara, los agotados peregrinos vislumbraron los altos torreones de ciudad Feliz. Sus habitantes, conocedores de las penalidades acaecidas, salieron en tropel a recibirles. Palmas, ramos de olivos, serpentinas de colores, invitaban a la celebración. Estaban sorprendidos de semejantes festejos pero el mayor sorprendido fue Redondito pues las mujeres susurraban algo parecido a lo hermoso que era y, los niños, admirados querían imitarle. Se detuvo ante un escaparate que devolvía la imagen de un sueño elevado, de un hombre respetado, no por sus ropajes sino por su porte gallardo. Entonces comprendió que los matorrales donde permaneció colgado habían rectificado sus piernas, que había adelgazado caminando bajo el sol, que su mirada taciturna se había enderezado por el golpe del camino.
Ya no era el mismo sueño que una vez partió de ciudad Decadentia, sus aspiraciones habían cambiado y sus deseos se habían elevado. Por una vez en la vida estuvo orgulloso de sí mismo y de los nuevos amigos que había conseguido en su aventura.
fuente: http://www.levante-emv.com/blogs/el-hidalgo-de-las-palabras/redondito-ubu-cuento-breve.html