Al verlo ya por primera vez, cuando entró por la puerta vidriera de la casa de mi tía con la cabeza levantada como los pájaros y alabando el buen olor de la casa, me llamó en cierto modo la atención lo típico de este hombre, y mi primera e ingenua reacción contra ello fue la aversión. Me daba cuenta y mi tía. que, en contraposición a mí, no es en absoluto una intelectual, notaba exactamente lo mismo, me daba cuenta de que aquel hombre estaba enfermo, de algún modo enfermo del espíritu, del ánimo o del carácter, y me defendía contra él con el instinto del hombre sano. Esta repulsa fue sustituida en el transcurso del tiempo por simpatía, que tenía por base una gran compasión hacia este grave y perpetuo paciente, de cuyo aislamiento y de cuya muerte interna era yo testigo presencial. En este periodo fui teniendo conciencia cada vez más clara de que la enfermedad de este hombre no dependía de defectos de su naturaleza, sino, por el contrario, únicamente de la gran abundancia de sus dotes y facultades disarmónicas. Pude comprobar que Haller era un genio del sufrimiento, que él, en el sentido de muchos aforismos de Nietzsche, se había forjado dentro de sí una capacidad de sufrimiento ilimitada, genial, terrible. Al mismo tiempo comprendí que la base de su pesimismo no era desprecio del mundo, sino desprecio de si mismo, pues sí bien hablaba de instituciones y personas sin miramientos y con un sentido demoledor, nunca se excluía a sí, siempre era el primero en contra quien dirigía sus flechas, él mismo a quien odiaba y negaba.
Debo intercalar aquí una observación psicológica. A pesar de que sé muy poco acerca de la vida del lobo estepario (Haller), tengo, sin embargo, gran fundamento para creer que fue educado por padres y maestros amantes, pero severos y muy religiosos, en aquel sentido que hace del "quebranto de la voluntad" la base de la educación. Ahora bien, esta destrucción de la personalidad y quebranto de la voluntad no dieron resultado en éste discípulo; para ello era él demasiado fuerte y duro, demasiado altivo y espiritual. En lugar de destruir su personalidad, sólo consiguieron enseñarle a odiarse a sí mismo.(...)
Por lo que se refería a los demás, a cuántos le rodeaban, no dejaba de hacer constantemente los intentos más heroicos y serios para quererlos, para hacer justicia, para no causarles daño, pues el "ama a tu prójimo" lo tenía tan hondamente inculcado como el "odio a si mismo". Y de este modo, fue toda su vida una prueba de que sin amolde a la propia persona es también imposible el amor al prójimo, de que el odio de uno mismo es exactamente igual y, a fin de cuentas, produce el mismo horrible aislamiento y la misma desesperación, que el egoísmo más rabioso.
Hermann Hesse - Premio Nobel de Literatura, 1946
Hermann Hesse - Premio Nobel de Literatura, 1946