A principios de 1978, una amiga que trabajaba para un pequeño editor me dijo que estaba pidiendo a autores sin experiencia en la novela (filósofos, sociólogos, politólogos, etc...) que escribieran un relato breve de detectives. Por las razones que acabo de mencionar, respondí que no me interesaba la escritura creativa, y que estaba seguro de ser absolutamente incapaz de escribir buenos diálogos. Concluí diciendo (no sé por qué), provocativamente, que si tuviera que escribir una novela negra, esta tendría por lo menos quinientas páginas y estaría ambientada en un monasterio medieval. Mi amiga dijo que no estaba tratando de pescar novelas torpes hechas para ganar dinero, y así terminó nuestro encuentro.
En cuanto volví a casa, me puse a fisgar en los cajones de mi escritorio y recuperé unos garabatos del año anterior, una hoja de papel en la que había apuntado varios nombres de monjes. Eso significaba que en el recodo más secreto de mi alma había estado creciendo la idea de una novela sin ser yo consciente de ello. En ese momento se me ocurrió que estaría bien envenenar a un monje durante su lectura de un libro misterioso, y eso fue todo. Empecé a escribir El nombre de la Rosa.
Una vez publicado el libro, la gente me preguntaba a menudo por qué había decidido escribir una novela, y las razones que esgrimí (que variaban según mi humor) eran todas probablemente ciertas, es decir, eran todas falsas. Comprendí que la única respuesta correcta era que en un determinado momento de mi vida sentí la urgencia de hacerlo, y creo que esa es una explicación suficiente y razonable.
Umberto Eco - "Confesiones de un novelista" (Ed. Lumen)