Al igual que la humedad se infiltra paulatinamente en el tronco de un árbol enfermo, se expande por doquier y lo pudre, el mundo y la indolencia se internaron en el alma de Siddhartha, invadiéndola: la entorpecían, la fatigaban, la adormecían. En desquite, sus sentidos se volvieron a la vida; a través de ellos aprendió mucho y enriqueció singularmente su experiencia (...) Pero siempre se sentía distinto de sus prójimos, superior a ellos; siempre los consideraba con un dejo de ironía con algo del desprecio burlón del Samana hacia aquellos que viven en el mundo.
Su envidia crecía a medida que se les asemejaba.(...)
La importancia que atribuían a su existencia, la pasión que ponían en sus placeres y en sus penas, la felicidad ansiosa pero dulce que encontraban en sus eternos afanes amorosos, todo esto faltaba en él por completo. Se apropió de aquello que los volvía feos y que despreciaba sobremanera. (...) la ira, la impaciencia, se enseñoreaban de él (...) paulatinamente iba enmascarándose con rasgos semejantes a los de cierta gente acaudalada cuyo aspecto traiciona el descontento, la naturaleza enfermiza, el humor melancólico, la indolencia y el hastío. El mal que corroe el alma de los ricos lo ganaba poco a poco. Lentamente, cual tenue velo de bruma, la fatiga envolvía a Siddhartha. Y cada día el velo se espesaba más, cada mes era más sombrío, cada año más pesado. Así como un traje nuevo envejece con el tiempo, pierde sus hermosos colores y se aja.
Los años al pasar le habían arrebatado su color y brillo original, ostentaban manchas y arrugas y en ciertos lugares se distinguían, aunque todavía poco evidentes, las feas huellas de la desilusión y del hastío. Siddhartha no se percataba de ello. Sólo sabía que aquella voz interior que antiguamente resonaba tan plena y nítida y que fuera el mentor de sus días más bellos, había enmudecido...